Buscando y buscando en ese gran almacén que es la Red, me he encontrado el texto que más abajo inserto de la poetisa conquense Acacia Domínguez Uceta a la que conocí, cuando era joven y estudiante, con el también poeta y maestro, Carlos de la Rica.
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El asombro de lo inverosímil
Cuenca parece formada por dos ciudades superpuestas. La urbe medieval albergó a judíos, musulmanes y cristianos. Ahora, es muy apreciada por su semana de Música Religiosa
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Acacia Dominguez Uceta
Más allá de los estilos arquitectónicos, Cuenca se ha moldeado a sí misma, ha crecido en plena libertad llevada por los vaivenes de los siglos. Desde antiguo abandonó los ejes de simetría, la plomada, la escuadra y el cartabón. Al pasear por su casco viejo es imposible que no surja el asombro ante lo inverosímil, ante el caprichoso juego de romper con las normas y sólo dar valor a la imaginación y a las necesidades de sus habitantes, sus mejores arquitectos.
La urbe medieval que albergó a musulmanes, judíos y cristianos, creció entre las murallas y los profundos derrumbaderos de las hoces, casi inexpugnable, se verticalizó para ganar espacio en altura, en libertad y en vuelo. Se abrieron ventanas y puertas sin pensar en la simetría de las fachadas, se trazaron calles que avanzan en difícil límite con el abismo y se vuelven túneles que atraviesan mansiones. Prolongaron chimeneas, crearon voladizos, inclinaron sus muros desafiando la ley de la verticalidad y Cuenca se hizo irrepetible en cada uno de sus rincones. El viajero debe ir advertido de que en Cuenca todo es dual. Más que una ciudad, Cuenca son dos ciudades superpuestas.
Para paseantes.
Sobre la Cuenca baja, llana y moderna, se empina la Cuenca alta, el casco medieval asomado a las hoces. Arriba, la piña de casa tienen dos caras: una la forman las estrechas calles habitadas por hortelanos y artistas, religiosos y gentes sencillas; otra es paisaje, asomada al abismo, entre rocas fantasmagóricas que siempre despertaron la imaginación y la sorpresa. Góngora dijo de ellas: "Que damas son de pedernal vestidas".
Pero también podían ser atlantes, guerreros u obispos tocados con sus mitras. Tanto la corriente del río Huécar, pequeño y hortelano, como la del Júcar, ancho y reposado, tienen sus riberas convertidas en evocadores paseos por donde la ciudad se prolonga y se une con el campo, con la sierra a la que pertenece. La subida por la calle Alfonso VIII es el preámbulo al misterio conquense. Los colores de sus fachadas distraen al viajero que no sospecha que la calle divisoria entre dos abismos tiene casas convertidas en rascacielos y techos que son sótanos al mismo tiempo. Incluso la Plaza Mayor es irregular y contradictoria. La catedral, ni preside ni cierra ninguna perspectiva. Es, como la ciudad, compleja y todavía inacabada. Desde que se empezó a construir en el siglo XII, en pura transición del románico al gótico y tocada por la influencia normanda, cada época ha dejado su impronta, hasta la actualidad con las vidrieras de los pintores abstractos. En la Plaza Mayor se mezclan los dos movimientos continuos de la ciudad, los que suben y los que bajan, los jóvenes que invaden a diario el casco antiguo y los viejos que no han emprendido la huida a los barrios modernos de la parte baja. Desde allí se parte rumbo a las hoces que ciñen la urbe.
Hacia la Hoz del Júcar por la Bajada a San Miguel, cuya iglesia es un auditorio junto al precipicio, para luego descender hasta el río por la cuesta de las Angustias, donde una cruz detuvo al diablo, o encaramarse por la Ronda bordeando casas donde pintores y escritores tienen sus moradas. Y en la otra vertiente, la Hoz del Huécar, dejando atrás el Palacio Episcopal, el Museo Diocesano, el Arqueológico y llegando por fin a las célebres Casas Colgadas y su Museo de Arte Abstracto con Zóbel a la cabeza de sus creadores. Y el barrio de los rascacielos de San Martín enfrentado al auditorio de música, al grandioso paisaje excavado por el río, a las huertas moras, al puente y al convento de San Pablo, hoy convertido en Parador de Turismo.
Meca de la música.
Desde el puente, la Cuenca antigua semeja un refugio de los mitológicos cíclopes, aunque en realidad, sus habitantes más llamativos son escritores, pintores y otros artistas empeñados en desentrañar el misterio conquense, las leyes de la desarmonía, la conjunción entre lo culto y lo popular, entre lo místico y lo telúrico, para plasmarlo en sus obras.
Bares y museos, tiendas de artesanía y conventos de clausura, palacios ocultos y casas delgadas como chopos. Al subir por la calle de San Pedro, orillada de cenobios y casonas nobiliarias, surge el recuerdo de sus artistas ante la efigie en bronce del poeta Federico Muelas: César González Ruano y sus artículos; la casa en la que pintaron y vivieron Lorenzo Goñi y Rafael Uceta; la que sirvió de refugio a Gerardo Rueda; o la que habita Antonio Saura. En la calle de Ronda, Gustavo Torner recrea volúmenes y colores. Todavía más arriba, la Universidad en el que fue Convento de las Carmelitas; una iglesia, la de San Pedro, cuya planta octogonal hace pensar en los templarios; y el barrio del Castillo.
Mezcladas con esta Cuenca por la que pasea el visitante, quedan auténticas islas de calma. La Torre de Mangana, donde se alzaba el antiguo alcázar, domina una extensa explanada y los mejores crepúsculos. Desde ella, quedan a vista de pájaro los barrios más pintorescos: el de los Tiradores, extendido por la ladera del cerro del Socorro como un belén navideño; el de San Antón, empinando callejas y terrazas para asomarse al Júcar; y el de San Gil, recoleto y entrañable bajo el cobijo de la torre del Salvador y la que le da nombre, recio florón del romántico Jardín de los Poetas.
Cuenca dual y contradictoria, de cumbres y simas iluminadas por una luz cambiante, creadora de contraluces y violentos claroscuros. En contrapunto, por la noche, la ciudad alcanza sus imágenes más evocadoras y fantásticas, convirtiéndose en un sueño hecho piedra. El murmullo del agua de las fuentes y el viento entre los chopos son sus sonidos primigenios a los que se unen los estudiantes del Conservatorio, los asistentes a la Semana de Música Religiosa y los adeptos al Auditorio entre las rocas y a las iglesias convertidas en salas de conciertos.
Contrastes de una ciudad mística, entregada a lo sobrenatural e impregnada por un misterio que emana de la dureza de la roca y la ternura de sus jardines insólitos, de lo humilde a lo grandioso, casi de la armonía a la desarmonía.
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